Vladimir baldseski
El cuerpo que pende de la soga es el de un hombre vestido de paisano. A pesar de que el último gesto de agonía se le ha quedado grabado en el rostro, se puede ver bien que se trata de un joven. El cartel que le han prendido en el pecho está escrito en alemán y en ruso y en él se explica que se trata de Vladimir Baldseski, que era judío y tenía veinticuatro años. También está narrado de forma sucinta el crimen por el que fue sentenciado a la horca: apuñaló a un soldado alemán.
La información tiene un carácter desigual. La gravedad del delito pretende explicar la severidad del castigo. Pero ¿añade algo la condición de judío del ejecutado? Los soldados voluntarios españoles van aprendiendo que sí. Según transcurre el tiempo que gastan en acercarse al momento triunfal de la entrada en Moscú, los ejemplos se van acumulando. La cuestión de los judíos es muy relevante para los alemanes a los que han venido a ayudar.
Baldseski no es un caso único. Los expedicionarios españoles que han llegado a Vítebsk después de una nueva jornada de ocho horas de marcha a pie que comenzó a las siete menos cuarto de la mañana, han visto, y van a ver muchos más, otros cuerpos desmadejados que los verdugos dejan a la intemperie para que su visión sirva de escarmiento a quienes puedan sentir la tentación de unirse a las fuerzas partisanas que, según la propaganda nazi, se reúnen en los bosques para hostigar a las tropas del Heer,el ejército de tierra alemán.
En esta ocasión, como en casi todas, se ha escogido un lugar de paso frecuente, la plaza de la ciudad, para que la exhibición tenga mayor eficacia propagandística. Baldseski, lo que queda de él, se balancea con los miembros extendidos en reposo, y una postura del cuello casi inverosímil, con la cabeza ligeramente inclinada hacia delante. La boca y los ojos están abiertos, y sus pantalones manchados, porque la muerte afloja los esfínteres.
El soldado Jesús Martínez apunta en su diario las circunstancias, las pocas circunstancias, que el cartelón enuncia, y con ello le da una cierta proyección de futuro al acto de rebeldía del chaval ejecutado, que tiene una edad parecida a la suya. Los expedicionarios han visto durante la jornada de marcha los restos de una gran batalla. Muchos esqueletos de carros de combate rodeados de trincheras individuales destinadas a proteger a quienes eran los encargados de abastecerlos. Chatarra bélica por todas partes. Y los bosques mutilados por la metralla.
La ciudad les ha recibido mostrando las huellas de una devastación hasta ahora desconocida para sus ojos, que ya estaban entrenados en el oficio de ver ruinas por su experiencia de la guerra de España. Puede ser que los edificios destruidos lleguen al 95 %. En la estación de ferrocarril hay varios trenes también destruidos. Todo en Vítebsk son amasijos de hierro y escombro. Por las calles, deambulan personajes fantasmales que se dirigen a algún destino seguramente tan incierto como el punto de partida. Es la estampa humana que se repite desde que han llegado a Rusia.
Hombres con gorrillas de corta visera y mujeres con un pañuelo en la cabeza. Colores desvaídos de la ropa, movimientos trabajosos, ojos humillados.
Por supuesto, hay muy poca gente en la calle. ¿Dónde están los habitantes de Vítebsk? Hasta hace poco, hasta primeros de julio, cuando los alemanes consiguieron conquistarla, la capital de Bielorrusia tenía una población de más de trescientos mil habitantes, de los cuales cincuenta mil eran judíos. Los soviéticos evacuaron a muchos; otros, se quedaron por los alrededores, camuflados en los bosques, intentando sobrevivir, sin estar preparados para unirse a las organizaciones partisanas, que aún no existen aunque la propaganda alemana dice que sí. Hay muchos miles que no se han podido marchar. Son de Vítebsk, pero también los hay de Polonia, de donde huyeron ante el avance nazi. Su marcha se ha parado en la ciudad. Las autoridades soviéticas les dieron la oportunidad de adoptar la nacionalidad en 1939, pero muchos no quisieron. Una buena cantidad de judíos polacos pidieron volver a Polonia, y les hicieron apuntarse a una lista. En lugar de acceder a sus peticiones, han sido deportados a Kazajstán.
Ninguno sabe que eso les ha salvado la vida, por mucho que les hayan metido en un infierno. Parece una mala broma. Los que quedan están recluidos en una pequeña porción de terreno amueblado por las ruinas de las que fueron casas de alguien. Algunos salen del encierro para trabajar en brigadas forzosas, y a cambio reciben una ración de trescientos gramos de pan. Los demás no reciben nada, no comen.
De cuando en cuando, algunos de los que se hacinan entre los escombros del recinto, un barrio de las afueras muy cerca de la estación de ferrocarril, intentan escaparse. Por la ciudad se escuchan disparos cada poco, que ya no sobresaltan a nadie. Fuera del gueto, los soldados alemanes pueden matar a todos los judíos que es venga en gana. Cada soldado alemán puede hacerlo.
Es 28 de septiembre de 1941. Setenta años después, y en fecha parecida, no hay ahorcados en la plaza. Es otoño ya, pero todavía se pueden capturar algunos rayos de sol en Vítebsk, una ciudad de tamaño medio, provinciana, que forma parte de Bielorrusia.
Hay algunas cosas destacables en su paisaje urbano, como la iglesia católica de Santa Bárbara, o la modesta casa donde nació el pintor Marc Chagall.
La ciudad tiene ese aire confuso de lo que ha sido reconstruido, donde lo que se proclama centenario reluce como nuevo. Es una urbe que ha crecido en los últimos años imitándose a sí misma.
Hace setenta años varios miles de españoles pudieron ver, intactas, las ruinas sobre las que se yergue ahora Vítebsk. Se dirigían a Moscú para desfilar victoriosos ante el Kremlin, pero en Vítebsk recibieron la orden que les desvió de esa ruta. Acabaron a las puertas de Leningrado, antes y ahora llamada San Petersburgo, y colaboraron en el sitio de la gran capital de la Revolución de 1917, que Hitler quería rendir por hambre y hacer desaparecer de la faz de la Tierra. Mataron a muchos soldados soviéticos, murieron muchos de ellos en el empeño y asistieron, como invitados de segunda clase, como cómplices unas veces activos y otras pasivos, a unade las mayores canalladas de la historia universal.
Esos miles de españoles vieron las ruinas de Vítebsk, destruida durante los combates entre el ejército alemán y el soviético.
Y vieron el cuerpo de un ahorcado, un judío de veinticuatro años llamado Vladimir Baldseski, que colgaba enla plaza principal con un cartelón fijado en el pecho, escrito en ruso y alemán, en el que se especificaban su nombre, su raza y el delito que le había conducido al cadalso: había apuñalado a un soldado alemán. Muchos mostraron su espanto ante la imagen, que no era otra cosa sino la plasmación de su tarea. ¿No decía la llamada que provocó su alistamiento que iban a luchar contra el judaísmo, la masonería y el comunismo? ¿No decía que iban a exterminar Rusia?
Baldseski formaba parte de eso. Y los disparos ocasionales que escuchaban a cualquier hora del día, también.
Hace setenta años había en Vítebsk cincuenta mil judíos vivos. Hoy de ellos no queda nada, porque ninguno, absolutamente ninguno, sobrevivió a la invasión nazi. Los habitantes de Vítebsk no les recuerdan. Tienen otras cosas en las que pensar. Tampoco muestran más sensibilidad sobre el país las naciones democráticas de todo el mundo, las que respiraron con alivio cuando se acabó la amenaza del nazismo. Los alemanes mataron o desplazaron por la fuerza a más de la mitad de su población entre 1941 y 1944. Fue el país en el que se produjo la mayor carnicería durante la Guerra Mundial.
Tampoco hablaron, apenas, de ellos los voluntarios españoles que iban a desfilar por las calles de Moscú y cantaban para animar su larga y penosa marcha una cancioncilla de letra intencionadamente jocosa:
Voluntario alegre, que a Rusia te vas, con rancho de hierro para caminar...